Agosto

Cae sobre mí una de las tardes más tristes de este año. Constipado busco dibujar alguna figura entre las densas neblinas que se acurrucan mi cuarto. Agosto. Los dolores se revuelcan en mi cuerpo. Los brazos me tiemblan, las piernas se me endurecen. No siento el frío ni el calor. Me es extraño. Me invaden recuerdos y miedos. Trato de escribirlos pero pierdo su rumbo. Agosto, me repito a mí mismo mientras E me trae algunas pastillas para mi pesar. Las tomo calladamente. Me protejo en mi precario escritorio. Un viejo libro me mira compasivamente a que acabe con lo iniciado. Me hago al loco. Un periódico de hace dos o tres días –no recuerdo– se humedece por el clima mientras espera algo que nunca vendrá. Sudo cada vez más. Vuelvo a trabajar. Se me hizo fácil hacerme una jornada de trabajo en estos tiempos. Mi espalda cruje como un cristal desecho. Me quejo en silencio. ¿Por qué? Aún soy muy joven para tener este tipo de dolores. E me dice que es por mi sobrepeso. Me levanto y me voy hacia el espejo y miro un hombre con un cabello y bigote tosco, una barrida sutilmente crecida. Le sonrío. Admito que desde antes quise tener este aspecto. Ojeroso y cansado. Regreso a mi asiento. Continuo. Algunos sonidos toscos me quiebran. Me quejo por ello. Reniego. El internet está lento. Mi espalda me suplica un descanso. No le hago caso. Recuerdo las palabras de mi padre que me decía que todo está en la mente. Pero mi mente no está ahora conmigo, eso creo. Le digo a E que ya no puedo. Que busque ortiga. Se ríe. Le miro serio. Me dice que debo salir a caminar, que muy metido paro en mi cuarto; eso te hace mal. Yo creo que no tiene caso salir. Afuera es otro mundo. Algo nuevo. Es agosto. Con los dolores y quejas sin sentido. Todo me molesta. El cántico de las aves.  Los maullidos de mis gatos. Los sonidos habituales de mi casa. Se sacuden los órganos de mi cuerpo con más violencia. No puedo pararme. Reviso constantemente el celular. Nada bueno. Todo repetitivo. Pero sigo y sigo. Son las cuatro de la mañana. Me quejo. El libro, recostado junto con mi minúsculo búho de mármol me mira quejándose del tiempo mal invertido. Hay propuestas de mostrar algo nuevo. Le comento a mi viejo amigo S sobre eso. Él con sus pasivas y sabias palabras me dice que lo piense bien. Que no tome decisiones apresuradamente. Lo escucho. Vuelvo a leer todo los relatos que tengo. Los corrijo nuevamente. Amanece pero sin ningún rayo de sol. Algún cansado gallo de algún lugar canta eufórico. Mi espalda se retuerce con ello. Mis gatos ronronean. E duerme. No duermo. Estoy atrapado en esta mesa con este libro que me mira y que me ruega que lo termine de leer. Trato de escribir algo. No puedo. Me tiembla cada vez más mi cuerpo. E me trae más pastillas. Nunca tomé tantas en un solo trago. Mis labios están resecos. Ella insiste que salga a caminar. Le digo que saldré como recoger unos libros que compre por internet. Y que de paso iré a comer una de esas hamburguesas que venden en el centro comercial. Me dice que vaya. Poco sorprendido, le creo. Recojo los libros y unas revistas en medio de un desolado parque. Antes había mucha concurrencia. Extrañado, camino un poco. La enajenación de mi cuerpo perdió su toque. Llego al centro comercial y veo que la tienda tiene una cola repleta. Me canso solo al verla. Me vuelvo. Tengo sueño. Son las seis de un sábado de una fecha que no recuerdo. Se acaba agosto. E encontró una pomada con extracto de ortiga y otras yerbas. Le suplico que me frote. Lo hace. El dolor se diluye entre sus manos. Le agradezco. Me abrigo y después de un largo rato, vuelvo a mi escritorio a escribir esto para después terminar con el libro que aún me mira molesto.

Agosto


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