22 de marzo

 

Al frente mío, arde la nostalgia familiar sobre la leña. Y reposa tiernamente aquel potaje que solo mi madre puede preparar. El humo se mezcla entre nosotros al son del hervor del maíz. Miramos la olla con una devoción casi religiosa mientras se termina de consumir algún retazo de lo que antes fue un mueble viejo. Y recordamos todas las veces que ardió y las muchas veces que teníamos que venderlo para subsistir. Todos los domingos por las mañanas. De puerta en puerta. Otras veces lo hacíamos por el simple hecho de querer comer como se comía en nuestro pueblo. Con las patas, la lengua y la cabeza del carnero. Y otras veces lo hacíamos para celebrar alguna festividad familiar. Pero hoy hierve para conmemorar el primer mes del fallecimiento de un familiar. Tal vez por eso es que el humo nos lastima y nos hace toser. Mi madre me mira y me pide que me abrigue. Trata de apaciguar su tristeza sin que me dé cuenta. Lo extraña. Lo extrañamos. Tan rápido pasa el tiempo y tan lento el olvido. Las heridas están aún abiertas en ella. En mi hermana. En mí.

Cambiamos de tema. Bromeamos con aquellos recuerdos que ocultábamos por vergüenza. Qué fácil es decir que no. Esa misma olla que me vio crecer, ahora chilla desde su interior. Mi madre se levanta y con un cucharón tantea el maíz. Aún falta. ¿Por qué solo en la noche cuece? Le pregunto. Ella me comenta que aquel maíz se reciente cuando lo cocinan el día. Y parece raro, pero es verdad. Recuerdo que una vez quisieron prepararlo para una festividad en el barrio; un domingo por la mañana. Y nunca se coció. Hierve que hierve el agua y el maíz nunca se llegó a partir por completo. Todos, entristecidos, miraban la olla imaginándose aquel potaje en su paladar. También me comento de un secreto que se le pone entre las brasas para que cueza bien. Al cual prometí no comentar.

Ahora, en medio de la frágil oscuridad, recibimos el sonido triste de un saxofón. A lo lejos alguien toca aquella melodía que nos recuerda al mes de enero. Tunantada, dice madre. Y está acompañada de un grupo de versos tristes, embriagados y mal entonados. Nuevamente a nostalgia nos invade. Recordamos a mi abuelo que bailaba y se burlaba de los jaujinos. Baila solo, en el patio de la casa, decía. Mientras Jauja danza, Huancayo avanza, repetía siempre que escuchaba esa entonación. Ahora, que ya no está más con nosotros, ¿quién se quejará? Mi madre remueve los escombros como quien busca algo. No lo encuentra. El viento penetra este lugar y levanta levemente las cenizas aun calientes. Falta mucho para que reviente ese maíz. Nos turnaremos para vigilar que la cocina improvisada de barro no se quede sin fuego. Me toca dormitar junto al humo y al aroma del maíz y del cordero y al lamento de un saxofón jaujino. Mañana hay caldo con nostalgia.





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