CARTA A MI NUTRICIONISTA

 

Ha pasado exactamente un mes desde que inicié con este plan de vivir saludable y admito con mucha sinceridad que noto notables cambios en mí, tanto físico como interno. Por eso le escribo esta carta, querida amiga, para agradecerle por lo todo que me ha ayudado. Llegué a usted buscando cambiar estos hábitos que me mantenían al margen de una correcta vida. Usted sabe, en esta actualidad la estética suele ser un factor para muchas cosas. Como lo laboral, sentimental o por una mejor vida. Si una mejor vida. Por eso llegué a usted. Te comenté que no quería seguir así. Me sentía cansado y sin ganas. Y que mi ansiedad, por periodos, jugaba con mi cordura diurna. Esto de leer y escribir hasta altas horas de la noche no te ayudará en nada –me dijiste. Recuerdo bien que te comenté que era lo que más amaba. Y que solo en las noches podía hacerlo. Usted sabe, querida amiga, que la vida es cara y muy ajetreada. La sociedad te escurre todo el día y luego te manda a la cama. Antes de que llegara usted, dormía a las cuatro de la madrugada y despertaba a las siete de la mañana para ir a trabajar. Y no solo eso, mi vida de alternancias psicológicas me hacía recorrer lugares donde la vida se jugaba al límite. Alcohol, amiga, el bendito líquido de cebada con alcohol al que me aferré para controlar mi vida desde que tuve mayoría de edad. Me recomendaste un psicólogo, pero te comenté que tenía mala experiencia con ellos. Los dos únicos psicólogos que frecuenté solo atinaron a escucharme y no decir nada y, para eso mejor tengo la escritura. A ella le cuento todo y atenta escucha.

Hace un mes, exactamente me diste este plan alimenticio, con recomendaciones de un litro y medio de agua y ejercicios por las mañanas. Me prohibiste el alcohol, las frituras y el milagroso café. Querida amiga, debo admitir que el café fue más que yo. Lo tomé pero con ese edulcorante natural que me recomendaste y debo decirle que sabe horrible. Luego inicie con las verduras; las coloridas ensaladas en cada comida. Me uní a grupos de fitnes para aprender nuevos ejercicios, pues solo conocía los básicos que me enseñó mi padre en mi época de pseudo futbolista. Que apetitosos se mostraban las fotos de esos platos saludables en esas redes sociales. Nunca me salió igual, pero en fin. Hice un horario de trabajo, estudios y mis lecturas. A la semana me sentía anímicamente bien, y no sé si fue por las pastillas que me recomendaste, pero los de mi trabajo notaron sorprendidos mi semblante, cálido. En la universidad, me dijeron que me veían distinto y en mi casa, mi pareja desconfiada, no notaba el cambio. Pero las tentaciones son fuertes. Esa semana tuve una invitaron a una reunión con unos colegas, para hablar y tomar y quejarnos de la sociedad a la que recientemente había entrado. Temiendo que notaran mi cambio lo rechacé. Veía sus fotos mientras me ejercitaba, repletos de sonrisas poli-cromáticas. Sentí envidia, pero tenía que ser consecuente. Así sucedieron las siguientes dos semanas hasta que ya no me invitaron más. 

En la tercera semana la rutina de mis días era ya como de las películas hollywoodenses. Despertaba temprano, hacia ejercicio, me alistaba con calma y partía a la oficina con una sonrisa. Me sentía liviano y con ánimos. En la universidad, mi rendimiento no variaba, pues humildemente siempre me mantenía. Pero al llegar al final de toda esa jornada espléndida algo me devastaba. ¡No podía escribir ni me podía concentrar en leer! Tomé el libro y lo lancé de ira. Revisé mi diario y noté que no tenía nada escrito en esos días. ¡Nada! ¿Qué podía escribir? ¿Qué desperté temprano y salí a correr mientras saludaba con cariño hasta las más insignificantes moscas de mi lóbrego barrio? ¿Qué hago reír a los tontos de la universidad que creen que por llevar mejor zapatilla o tener el abdomen plano o hablar de futbol los hace más sexis? ¿Pedir a la chica del restaurante que me venda más porciones de ensalada y sin esa salsa blanca que nunca me supe el nombre? ¿Qué rechacé infinidades de reuniones donde podría emborracharme gratis? ¿Qué podía escribir? Nada, querida amiga. Y eso me frustraba, pero solo por momentos, pues las pastillas que me recomendaste me ayudaban a olvidarlo todo muy rápido y dormía plácidamente hasta la siguiente mañana.

La última semana decidí salir a caminar sin un rumbo. Toparme con lugares, tal vez desconocidos y encontrar algo que alinee mi vida. Compré una botella de agua y caminé por toda la avenida Arequipa hasta que mis piernas me dolieran. Me topé con ciclistas que no respetaban las vías de los peatones, gente minimalista que andaba pegado a sus celulares, con un bello pájaro que buscaba desesperadamente agua, un condón usado y tirado junto a un árbol, un grupo de señoritas voluptuosas saliendo de un banco, un señor que no dejaba de mirarlos con morbosidad, otro señor que miraba cauteloso al otro incauto. En fin situaciones de una tarde sabatina. Me senté en alguna de sus bancas a esperar que el destino me diera un mensaje. La noche caía y al frente mío una señora vendía esas hamburguesas que los estudiantes conocíamos como las “hamburguesas de cartón”. Recuerdo que el primer día de clases del primer ciclo yo le compré a esa señora una hamburguesa creyendo que costaba un sol cincuenta. Al final me dijo que era dos soles cincuenta. Esa noche me fui caminando a mi casa con la barriga llena y un recuerdo muy contento. Quise cruzar y pedir una y comer como si no hubiera un mañana, pero recordé mi tonto compromiso conmigo mismo. Los buses pasaban y pasaban ignorando el tiempo. El sonido por las noches en estas calles se hace muy tosco, ya no se escuchan a las aves sucias piar. Caminé un poco más hasta toparme con la primera peña que asistí, tímido, por entonces. Con amigos que ahora les resulto desconocidos. Donde una chica, por primera vez me beso estando ebria. Sus labios agridulces recorrieron mi memoria. Me propuso para ir a un hotel, de esos baratos que abundan por aquí, pero aún no trabajaba y con escusas bobas me tuve que excluir. Ella rio, y después de unas horas, desapareció. Ahora, después de más de tres años, vi en mi móvil que tiene un hijo y se le ve muy feliz.  

Tomé el bus que me lleva a mi casa, querida amiga. Huyendo de esos lugares que muchos consideran mundanos. Pero en cada esquina que avanzaba me daba cuenta de que ese mundo era al que yo pertenezco. No al mundo de excesos, sino al mundo donde aprendía a percibir la realidad con la que crecí. Me pregunté, por qué motivo solicité su ayuda y recordé con temor los pre-infartos, la obesidad que se prolongaba en mí junto con las variaciones drásticas de mis estados de ánimos. Pero a la vez, también recordé lo bien que me sentía leer ebrio poemas en las madrugadas donde nadie chillaba. Madrugadas donde lloraba y escribía quejándome de mi juventud y de mi infancia en la sierra. Ahora, ¿que puedo escribir si mi auto flagelo se truncó? Si ahora soy un nuevo “yo”. Intenté leer algún poema de Cesar Vallejo para calmar mi pena, pero no tenía el suficiente dolor y valor para entender sus versos. Querida amiga, estos últimos días he tratado de justificarme y hacerme entender que el estilo de vida anterior era muy malo para mi salud, pero que también, le daba una armonía plena a mi dolor. Me di cuenta de que mis quejas, resignaciones y mis decadencias sentimentalistas era producto de mi estilo de vida. Así que tome la decisión de asumir esos riesgos.

Termino estas líneas para agradecerte y decirte que escribo esto un poco ebrio. Me peleé con mi pareja por esta decaída, y creo que ya no podré hacer los ejercicios de cardio que me tocaba hoy día. Tengo una botella de una cerveza casi acabada como mi vida. Es lo que elegí y sufriré con ello. Como dice un verso del gran Vallejo: Y no me digan nada, /que uno puede matar perfectamente, /ya que, sudando tinta, /uno hace cuanto puede, no me digan… No me juzgues, amiga mía, pero esto es el camino más saludable que podré decidir en lo que me resta de vida.



Rimac, abril del 2019





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