SIGO ESPERÁNDOME
Al llegar, y precisamente en el momento de abrir esa
puerta, me vi salir intrigado y resignado. Y decidí seguirme, ver a dónde me
dirigía a esta hora, con este clima. Atravesamos las rejas oxidadas por la época
de lluvias. El sonido rechinante era una marca auditiva que nunca olvidaríamos.
Cruzamos la acera para detenernos, girar y mirar entristecidos, nuestra pequeña
casa. Gastada y maltratada por el tiempo y la indiferencia. Siempre ideábamos pintarla
un fin de semana, pero lo ajetreado de nuestra vida nos lo impedía. Los
domingos se convirtieron en meses, los meses en años y los años en un eterno olvido.
Avanzamos hacia el único riachuelo de este pueblo, recordando cuando de niño me
sumergía desnudo en sus corrientes heladas, en las infinitas tardes. Estuvimos ahí
un buen rato, mirando el manso, cause fluir, escuchando el armonioso ruido que se
producían al chocar las piedras. Nunca logramos descifrar su queja. Nunca lo
dejamos huir.
Me miraste y te miré. No me sorprendí de que me estuviera
siguiendo, es como si yo esperase esto. La tregua de los vivos, susurré casi sin
fuerzas al viento. Este nos respondió con un sinfín de aromas. Un prado inmenso
y hermoso estaba frente a nosotros. Repleto de arbustos, flores y frutos que
nunca antes habíamos visto. No le dimos importancia y seguimos avanzando, cada
vez más lento. ¿Qué buscaba? ¿A dónde iba? A medida que nos alejábamos del
pueblo, crecía un vacío en mi interior. Un suspiro no efectuado y que
impaciente esperaba los mínimos ajetreos para fugarse. Como cuando uno llora
incansablemente y se queda sin fuerzas, pero que aún queda llanto en los ojos y
sabe cómo salir.
Quise gritarte, pero ya no tenía voz. Perdí la fuerza de
mover mis labios mientras nos acercábamos a un acantilado. El viento golpeaba
fuerte, lo sentía en mi rostro al igual que la bruma marina. Nos daban la
bienvenida. Cada vez más al filo, pude sentir por primera vez eso que muchos
llaman vértigo. Nos acercábamos más y más, atraídos por las rocas negras que
yacían en el final. Tan negras como el alma misma, manchadas por el tiempo y el
salitre del mar. Miré el horizonte infinito color azul, dividido por un cielo
celeste y sin nubes. El piélago imponente gritaba, dando latigazos a las rocas,
reclamándoles por algo que desconocía. Volviste a mirarme. Me sonreíste, te
sonreí. Y empezaste a correr hacia ese final.
Saltaste. También salté. Sentí como cortaba el viento mi torpe cuerpo, penetrando las infinitas capas de brumas y neblinas marinas. No
podía ver nada, solo sentía su aura salada. Te busqué y no me encontré, pero te
sentía a mi lado. Mientras descendíamos recordaba toda mi vida. Y entendí el
por qué de estar aquí. Resignado esperé unirme al mar y su eterna batalla con
las rocas.
Aún sigo esperándome.
Junio, 2019
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