CRÓNICA A LA ENVIDIABLE JUVENTUD ENTRE LA ENDEBLE MALEZA
Es una brisa tan fresca y a la vez tan húmeda que se mete
por la ventana abierta. Una brisa inocente que baja de la selva aún no tan
destruida. El centro poblado despierta lentamente; como por inercia. Ya se
escuchan los primeros pasos y las primeras motos dando roncadas por las
angostas vías. Es miércoles. Es feriado. Pero no parece importarle de lo que se
conmemore en estas fechas a los lugareños que solo quieren aprovechar que el
sol salió muy temprano.
Afuera, alguien grita. Una inocente voz rompe con mi
armonía matutina. Es Smith, hijo único de padre cafetero y madre médica, que
llama a la ventana del cuarto de su primo Yomer. Ambos de la misma edad y me
atrevo a decir que de las mismas mañas. Yomer sabe que tiene que ayudar en
algunas jornadas a su padre y por eso responde de la misma manera y sin moverse
de su cama. – ¡Que! – Al parecer uno ya quiere iniciar con las pequeñas
vacaciones que tienen por medio año. Ambos estudian de la misma manera que muchos
niños de este pueblo. Con el “Aprendo en casa”. Al parecer el único aporte dado
por El Estado es la pequeña Tablet que carga a un lago de su cuarto. Les
funciona, eso sí, pero a duras penas. Los diálogos cortos y somnolientos de
ambos primos siguen mientras se diluye algunas nubes en un cielo escarchado.
Mientras me vuelvo a dormir.
Los ruidos matutinos ya son maduros. En el primer piso se
escuchan los cotidianos murmullos de una casa que da pensión y desayuno a
algunos médicos y pobladores que les agarró la mañana y deben continuar su ruta
a lo más alto de la montaña. Bajo y entro con esa pereza capitalina a la
cocina. Se siente el olor de un café puro que hierve en una tetera. Cerca está
Yomer, que desayuna con esa alegría que solo lo tienen los que aprovechan las
mañanas productivamente. –Matamos un coche.
–Me dice mientras se acomoda una sandalia. ¿A qué hora? –Respondo. –A las
cuatro. La yuca humea junto con algunos jugosos trozos de chicharrón. Esperan
impaciente mis rezos. Lo agradezco. Este pueblo es completamente cristiano. Eso
es lo bello. No se ve cantinas en las esquinas o peleas en la plaza. Hay poca
señal (por no decir nula) de internet y de telefonía. Es sumamente virgen en
ese aspecto. Por eso, creo, me sentí un poco extraño en asimilarlo.
Smith entra, saluda a todos. Tiene el aspecto de un niño que ya aprovechó la mañana para divertirse en quien sabe qué. Tiene un balón de futbol a sus pies. Mira a su primo y este con un par de miradas le niega. Aún falta algo por hacer. Su padre, Don Leví, termina de desayunar y sale raudo a terminar con la jornada incompleta de una casi extinta mañana.
Atrás sale
Yomer, que parece imitarlo involuntariamente en todo a su padre. Se trepa al vagón de la pequeña camioneta roja. Le sigue su primo, que a duras
penas esquiva las palomilladas que se forman entre ellos. Agradezco por el
desayuno y, guiado por la curiosidad del día a día de los pequeños, me trepo a
duras penas. Ellos se vacilan, eso me
reconforta. Sus risas son toscas y contagiosas. Pasamos raudas curvas que
atraviesan frondosos montes. Chacras inmensas de café, cacao y plátano. Yo
trato de contener mi asombro. Yomer disfruta de los baches y las fallas
geológicas que hay en las pistas; salta con temeridad. Yo contengo mi miedo
mientras Smith me indica una pequeña loza deportiva donde meses atrás perdió su
equipo en una tanda de penales. Él era es arquero y trata de explicarme que tan
cruel puede ser que te hagan un gol en esas circunstancias. –Yo le hubiera ganado
–dice Yomer con ese dejo único. –Qué fácil es decirlo –le digo. –Tú juegas de
delantero. Todos nos reímos. Trato de esquivar las ramas que se cuelan por los
postes llenos de telarañas. Nunca he visto arañas tan grandes. –No te hacen
nada –me dice Smith. –Esos aparecen por temporadas. Yomer me advierte que hay
que temerle más a una oruga que tiene púas en su cuerpo. –Basta que te toque o
te roce y te da una fiebre por días. Me rio de mí mismo. Sobre el cielo celeste
vuelan gallinazos más grandes de los que habitan en la Lima. Se escuchan una
bardada de loros y si no fuera por el sonido del motor de la camioneta podría
decir que de grillos y otras aves que no reconocería.
Cruzamos otros centros poblados. Uno que llaman “El Ron”,
“El Hebrón” y otro que llaman “Llunchicate”. Por el camino dejamos a pobladores
que van hacia sus chacras o a la ciudad de Bagua. Smith me indica una pequeña
casa en medio del camino. –El señor de ahí cura el covid. Lo miro sorprendido.
–A mí me dio –me dijo. Era la primera vez que alguien me menciona ese término
por estos lares. –Sí. Se enrronchó todo el cuerpo – vacila Yomer. Me cuenta de
que el señor cura todo tipo de males. Desde fracturas y enfermedades hasta este
letal virus. Y todo con las hierbas que crecen por esta localidad. –Aquí vamos
cuando tenemos algún mal. De algún modo se tenía más fe a ese señor que a las
postas médicas. Y lo digo por el hecho que cuando pase por una de ellas estaba
casi vacía.
Tiembla la camioneta por las trochas. Atravesamos unas cuantas chacras de arroz. A un lado un grupo de garzas blancas esperan impacientes a que el agricultor voltee la tierra. – ¡Mira! –grita Yomer que por primera vez lo veo sorprenderse por algo de este paisaje. –Tómale foto –insiste. Saco una que casi me cuesta que el celular se pierda por la trocha. Ambos ríen. Nos reciben unos árboles de naranjas. Unas gallinas corren creyendo que llegamos con su comida. Ambos saltan con facilidad, aun sin que la camioneta termine de estacionarse. Envidio su juventud. A un lado, unos cuantos racimos de plátanos están ocultos entre la maleza. Yomer, abandonando momentáneamente su carisma, cuenta de dos en dos los plátanos. Su padre baja mientras la dueña llega al encuentro. Smith se sienta a un lado. Yomer abre la puerta del vagón, mientras su padre conversa con la señora que al parecer le ofrece más racimos que aún no están cosechados.
«Son ciento con treinta y
siente», creo escucharle decir. Ayudo a subirlos al carro mientras el
padre y el hijo se adentran a la chacra. Los sigo temeroso junto a Smith. Hojas
inmensas que ocultan el sol de mediodía. Ambos primos comparten un machete que
van lanzando cortes a la pequeña maleza. Caminos húmedos y laberínticos. Miran
los árboles. Saben reconocer que fruto está bien para su cosecha. Y, autorizado
por su papá, se cuelgan de los racimos y lo cortan. Cae uno y otro y otro. Son
grandes racimos de plátanos verdes. Dicen que son cedas. Toman las hojas
inmensas y lo envuelven. Trato de ayudarles y a duras penas coloco uno sobre mi
hombro. Me miran y avergonzado sigo cargando. Cuentan las unidades. Don Leví le
paga mientras la señora le dice que tiene gallina para vender. Y trepamos al
vagón mientras Yomer se vacila de la mancha que me dejo en el polo. Dicen que
la mancha de plátano no sale. –Malograste tu polo –ríen ambos.
Ya de regreso sentí mayor familiaridad con ellos.
Inocentes niños que tienen un universo entero en estos parajes. Los siguientes
días los acompañe y conocí una poza natural de aguas cristalinas. Conocí la
finca enorme de sus padres de Smith (que merecen una mención por haberme
regalado una gallina y dejarme comer mandarinas, naranjas, limas y coco).
Conocí algunas historias que pienso reservármelas. Aprendí sus dejos, sus
jergas, su tibia nostalgia familiar. Conocí una cara distinta del campo. De la
vida que muchos catalogamos como olvidados. Aprendí de esa inocencia, de esa
picardía sana. Del trabajo duro y del respeto a su naturaleza.
¿Pero por qué describo esto? Pues por el hecho de
volver a vivir. Estaba buscando ese “algo nuevo” que de sentido a mi precario
mundo corrompido. Y quiero admitir que ya lo creía perdido. Gracias, pequeños
amigos. Dios quiera volverlos a ver pronto.
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