Retrato de una nube negra.
I
Un puñado de nubes negras escapaba del viento. Venían del
este. Y a pesar de lo escandaloso, nadie se percató de ellas. Pues el humano era tan soberbio que
nunca miraba arriba si no era para maldecir o pedir clemencia.
II
Una trató de burlarse de sus compañeras y se salió de la
fila. Y se ocultó entre una humareda de un incendio de algún lugar que nunca se
conoció.
III
Las demás hacían lo imposible para llegar hasta lo más
alto del cielo. Pero el tramo les resultaba cada vez más doloroso. Muchas se
difuminaban en pequeñas esporas grises, otras enloquecían y divagaban como
muchas desorientadas nubes. Muy pocas seguían.
IV
–Ustedes no pertenecen aquí. –les dijo un par
de cúmulos blancos que los vieron pasar. –regrésense.
Algunos hicieron caso y descendían entristecidas. Otros,
pocos, las ignoraron y siguieron subiendo ante los insultos desenfrenados.
V
Cansadas, se toparon con unas inmensas y alargadas nubes que
transmitían paz (o eso creía). Imponentes, jugaban con los destellos frágiles
de las estrellas.
–¿A dónde van? –Les preguntó una con un
estremecedor sonido, como la de un rayo. Nadie respondió.
Una, la más valiente de todas, le dijo que buscaban el
lugar más alto del cielo para habitar; que se habían cansado de vivir
amontonados entre los frágiles arbustos y los toscos cerros.
–Pero esto es lo más alto que una nube puede
llegar. De aquí ya no hay nada…
Algunos creyeron en esas palabras y se quedaron a jugar
con los destellos y los imponentes cirros. Otros (muy, pero muy pocos),
continuaron hacia aquel abismo que le llamaban cielo y que por casualidad del
destino era casi similar al color de ellos.
VI
–Te seguiría contando, pero nunca supimos nada de aquellos. –Me dijo una pequeña nubecilla gris que conocí mientras jugaba con la humareda de mi cuarto.
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